Mercedes se sienta dejándose caer sobre el sofá como si fuera una
muñeca de trapo, mientras de lo más hondo le sale un interminable
suspiro.
Es ya de noche, los niños están acostados, la casa
recogida, la ropa planchada, ya ha atendido las llamadas pendientes de
la mañana frenética en la oficina, ha hecho la cena, ha puesto otra
lavadora, y ha bajado al super a por esas compras apuradas de última hora.
La
casa está en silencio, afuera ya brillan las amarillentas luces de las
farolas, y los coches han ido aminorando su ruido constante para dejar
paso a la quietud fantasmal de la noche.
Mercedes estira
su cuerpo por completo, echa la cabeza hacia atrás y piensa con los
ojos cerrados que hoy, sorprendentemente y por vez primera en mucho
tiempo, le ha sobrado casi una hora de todo el atropello diario. Tiene
60 relucientes minutos por delante para poder dedicarlos a lo que ella
quiera. Increíble, pero cierto... hoy.
Es una oportunidad que debe aprovechar bien, porque no se le presenta muchas veces.
Se
mira las manos con detenimiento... quizá podría hacerse la manicura...
ya ni se acuerda cuándo fue la última vez. O quizá podría darse un
baño... uno de aquellos baños con espuma y sales de los que antaño
salía tan suave y relajada. O ponerse una mascarilla en el pelo y
depilarse las enmarañadas cejas. O poner un disco de Sinatra en el
viejo tocadiscos y tumbarse a tararear la melodía mientras se imagina
bailando con Roberto... o con Juan. O empezar ese libro que ha dejado
por imposible, olvidado sobre la mesita de noche. O sacar su libreta
del cajón y continuar con su inocente sueño de llegar algún día a ser
escritora. O llamar a su amiga Violeta, a la que hace ya un siglo que
no ve. O...
La mano se desliza lentamente sobre su regazo
hasta quedar con la palma hacia arriba en el sofá. Las zapatillas se
caen sin hacer ruido sobre la alfombra, mientras la estancia se llena
de su respiración suave y acompasada.
Mercedes se ha quedado dormida.
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