Estaba decidido a hacerlo, te lo aseguro. Después de todo, creía que había aprendido una lección de esta situación, y me había decidido a hablar por fin con ella.
Le diría eso que me enseñaste de que yo merezco ser feliz. Que satisfacer también mis deseos y mis necesidades no es sinónimo de ser egoísta y mala persona. Que soy un ser humano y, como tal, tengo unos límites y no todo me puede parecer bien, y no siempre puedo guardar la compostura y reaccionar como a ella le gustaría. Que una pareja la forman dos personas en igualdad de condiciones, pisando ambas el suelo al mismo nivel, que si no no podrían serlo y lo que les une no podría llamarse amor. Que necesito aprender a quererme más, y necesito para ello que ella también me quiera un poco más. Que todos merecemos ser respetados. Que todos tenemos mucho de valioso dentro. Que yo también soy todos.
Estaba decidido, de verdad. Por eso ayer, mientras descansábamos los dos en el salón frente a la tele después de comer, yo con el periódico sobre las rodillas y ella tejiendo una nueva labor, me armé de valor, la miré, y dije su nombre en voz alta, con decisión.
Ella se paró en seco e hizo un gesto de fastidio. Entendí que estaba contando los puntos y yo la había hecho perder la cuenta.
-¡Qué quieres!
Vi su ceño fruncido hacia mí, las enormes manos sobre el regazo, todavía sujetando la labor, las gafas deslizándose sobre la nariz como siempre que echaba hacia delante la cabeza en señal de desagrado, y su mirada... sobre todo su mirada...
-Nada, nada, perdona.
Y volví a abrir rápidamente el periódico, a ver si detrás de él conseguía librarme de esos ojos fríos que todavía seguían clavados en mi.
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